Si no estuviera ya fuera de toda duda que el fútbol desata un cúmulo de pasiones tan fuera de control, tan fuera del raciocinio, que el ejemplo de lo ocurrido recientemente en Madrid durante el partido Atlético - Athletic lo pondría de manifiesto.
El
Club madrileño subido al carro de hacer de su plantilla una selección
mundial, pagó en concepto de traspaso a un club portugués 126 millones
de euros por un jugador de 19 años. (21.000 millones de pesetas
equivalentes a lo que recibirían como salario mínimo interprofesional (SMI) durante toda su
vida laboral 225 trabajadores. Lo digo en pesetas porque por encima de cierta
cantidad de euros se pierde la noción de su valor para aquellos que
hemos vivido mucho tiempo bajo la antigua moneda española).
Los
hechos son los siguientes. En un lance del juego un jugador del
Athletic le hace falta al susodicho jugador portugués y el árbitro les
premia a ambos con sendas tarjetas amarillas porque el portugués se
había revuelto sacudiendo un manotazo en la cara del bilbaino. La
reacción del joven muchi millonario prematuro (que diría Bielsa) fue la de
dirigirse al árbitro airadamente haciendo gestos inequívocos de que su
decisión de sacarle a él, bendecido por los dioses, una tarjeta amarilla demostraba claramente que
el árbitro se había - o estaba, vayan Uds. a saber - vuelto loco. La
reacción del juez del encuentro fue de manual. Grave menosprecio a su
autoridad y nueva tarjeta amarilla como premio, lo que llevaba
automáticamente a la expulsión del joven millonario.
La
reacción del público y de sus compañeros de equipo así como la de sus
mentores en la banda fue también de manual futbolístico y unánime. El
árbitro era un "matao" y había perjudicado a su equipo de manera
intencionada.
Pues
así van las desmadradas cosas del fútbol. Nadie se rasga las vestiduras
porque el club de sus amores haya pagado la obscena cantidad de 126
millones de euros por el traspaso de un jugador, ni que ese jugador
tuviera resuelto su futuro económico a los 19 años por dar patadas y cabezazos a un balón aunque una lesión le
apartara de los terrenos de juego ahora, ni que el menosprecio a la
autoridad del árbitro alcance tal grado de unanimidad en una multitud
idiotizada por la pasión descontrolada que les domina.
En
fin. En esto se ha convertido el fútbol y lo que le rodea desde los
tiempos de aquél ya tan lejos del llamado del "fútbol de bronce". En una
situación que ni los más reputados sociólogos son capaces de ponerse de
acuerdo en definir el porqué de esa situación de locura colectiva en la
que está inmersa.
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